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Uno de los momentos históricos más difíciles de este
colegio-cooperativa fue el traslado al edificio actual. Tras estudiar la
extensa documentación y testimonios recogidos, este puede considerarse un punto
de inflexión que cambió el colegio para siempre. Las vicisitudes que transcurrieron
en el quinquenio de este traumático proceso bien merecerían no solo un
capítulo, sino un libro entero.
Cuando ideé este artículo quise ponerme en la piel de
aquellos compañeros que no llegué a conocer, ya que, por haberme incorporado en
el curso 85-86 para cursar 7.º de Educación General Básica (E. G. B.), fui,
privilegiado de mí, de los que estrenaron edificio. En la no improbable
tesitura de que algo así sucediera hoy, seguramente algunos de los actuales
cooperativistas se verían forzados a abandonar el colegio por no poder hacer
frente al desembolso necesario o simplemente por convicción.
Al leer la documentación de la época y hablar con los
protagonistas, he estado tentado de escribir de forma general sobre el cambio
de edificio y todas sus consecuencias en las familias, en la idiosincrasia del
colegio y en todos los aspectos, pero debo ceñirme a mi idea primigenia y
servir de altavoz de los que dejamos atrás.
Para escribir este artículo me he basado en las entrevistas
a tres que hubieran sido mis compañeros de clase, pero con los que nunca llegué
a coincidir; en los testimonios de sus familias, a las que ellos mismos han
entrevistado; en el testimonio de otra antigua alumna de otra generación que
vivió el cambio a través de la salida de sus hermanos, junto con el de otras
familias que no llegaron a entrar en el nuevo colegio; asimismo, me han servido
las declaraciones de los padres fundadores en el documental realizado con
motivo del 40.º aniversario del colegio; también he podido hablar con profesores
de aquella época, así como con antiguos alumnos que continuaron y con otros que
no llegaron a entrar, pero cursaron el último curso en Artilleros. Además, he
hecho una revisión exhaustiva de las actas de la cooperativa y de la
documentación histórica del colegio entre 1980 y 1986, incluidos los boletines
(revista del colegio).
Las siguientes líneas están escritas en primera persona,
puesto que he tratado de adoptar la perspectiva de aquellos a los que dejamos
atrás. Como la que vivió de forma consciente ese acontecimiento fue mi familia,
(perteneciente al grupo "elitista y progresista" de la cooperativa,
en palabras del padre fundador Jaime Moreno), os pido indulgencia si finalmente
no he logrado reflejar con fidelidad la realidad de aquel momento.
LOS QUE NOS QUEDAMOS ATRAS
En el año 1977 ingresamos en el colegio en la etapa de
preescolar con 4 años de edad. Algunos de nosotros veníamos de fuera de
Moratalaz aunque casi todos éramos del barrio; todos teníamos un denominador
común: veníamos de familias de izquierdas, de ideología comunista y socialista,
algunos de comunidades cristianas de base, “los de la cáscara amarga”. Muchas
de nuestras familias huían de la educación religiosa imperante, casi monopolio
en algunos barrios y buscaban una educación en libertad.
Empezamos nuestra andadura escolar en los antiguos
barracones que la parroquia de la Visitación cedió, a través de su párroco
Mariano Gracía del Olmo, allá por el año 70 a un grupo de padres y madres
preocupados por la educación de sus hijos y por las pocas alternativas que
había en el barrio. Es decir, el cole surge al amparo de una comunidad
cristiana de base, con la firme creencia de que la escuela no debía ser un
valle de lágrimas, sino un proceso de crecimiento y construcción de personas
libres, autónomas y críticas.
Al cole se entraba por una bocacalle de Pico de los
Artilleros. Nada más entrar estaba preescolar, probablemente en un edificio más
sólido, y de frente a la izquierda había unas casetas con un porche, que es
donde construíamos día a día esta utopía. Recordamos con viva alegría aquel
patio de tierra y bote irregular para encestar en dos canastas, y especialmente
el arenero que nos servía de campo de juego, así como aquel comedor
desvencijado (al principio compuesto por unas simples mesas) al que se accedía
por una rampa. Por unas escaleras entrábamos en la iglesia, el mismo templo que
fue nuestro salón de actos para festivales y obras de teatro (allí cantó el
Pulga Pongamos que hablo de Madrid).
Como cada vez éramos más, tuvimos que expandirnos a un local
comercial en la misma calle de los Artilleros -donde estaba la secretaría-, a
unas torres amarillas en la esquina de García Tapia o incluso más allá del
cercano parque, que por entonces llamábamos Martala, en la calle Mérida (donde,
al parecer, había conflictos con la vecina de arriba); allí fueron los de 6.º,
7.º y 8.º de E. G. B. Las clases de gimnasia, cómo no, se impartían en la pista
de atletismo de Pavones con Pajarón; para llegar allí había que atravesar el
tan temido Barrio de las Latas; 30 niños un profesor y media hora de ida y otro
tanto de vuelta. No eran estas las únicas clases que dábamos al aire libre, ya
que cualquier pretexto nos llevaba al parque, a la vía pública para investigar,
preguntar y aprender.
Íbamos al cole andando y los de Felipe II en el autobús
número 30; a veces teníamos suerte y algún padre con coche nos acercaba, ya que
algunos alumnos veníamos al colegio soñado desde otros distritos. Éramos los
únicos niños que íbamos solos en el autobús y algunos de los viajes de vuelta a
casa los hicimos andando para gastarnos en chuches el dinero del billete. Todos
los que vivíamos fuera del barrio nos quedábamos en el comedor: unos con
tartera, otros con comida servida, todos sentados juntos, compartiendo
cubiertos y agua. Algunos niños comían en casas de compañeros, pero nunca nadie
se quedó sin comida o sitio para comer.
El último año que pasamos en el Siglo XXI fue nuestro 5.º de
E. G. B., que trascurrió durante el curso 83-84. Ya desde hacía unos años se
venía fraguando el cambio de instalaciones mediante permutas de terreno con la
Iglesia, el Ayuntamiento, ADEMO o URBIS. La situación de los locales
comerciales era insostenible para los más de 750 alumnos que tenía el centro entonces
y se vislumbraba que, tarde o temprano, habría que trasladarse. El Ministerio
dio un ultimátum: o cambiarse de local o cerrar el colegio. De hecho, muchos
colegios y academias, que por la necesidad educativa habían proliferado en
locales a pie de planta, desaparecieron. El Siglo siguió, pero sin nosotros.
Fue en la histórica asamblea celebrada en abril de 1984
cuando se decidió la construcción del nuevo colegio. Para acometer las obras,
la cuota pasaba de una cantidad pequeña a otra muy elevada; además, en
noviembre de ese mismo año, como resultado de las vicisitudes acaecidas durante
la construcción, hubo que abonar de una sola vez 125 000 pesetas (unos 2500
euros de hoy). Nosotros nos fuimos, pero nos consta que hay familias de alumnos
de 8.º que se quedaron en Artilleros pagando ya el incremento de la cuota, aun
sabiendo que nunca llegarían a ocupar las aulas del nuevo colegio. Y otros,
esperando una gratuidad que nunca llegó, sí llegaron a ocuparlas, pero
abandonarían el nuevo Siglo XXI en los años siguientes, cuando, pese a ser ya
un centro concertado, no pudieron asumir el pago de sus cuotas.
No sabemos cuántos alumnos se fueron aquel curso; de nuestro
grupo de familias nos fuimos diez, siete de 5.º de E. G. B., con algunos
hermanos. Nuestras madres, que eran muy guerreras, se patearon los colegios de
la zona en busca de uno que nos admitiera a todos en una misma clase para no
perder la generación que habíamos compartido en el Siglo. Empezaron por los
colegios próximos y, ante las reiteradas negativas de varios centros,
terminamos en el Francisco de Luis, donde nos acogieron a todos, incluidos
nuestros hermanos pequeños. Paradójicamente, este centro se hallaba frente al
solar donde estaría ubicado el nuevo colegio. Tras el primer año de destierro, mientras
cursábamos 7.º de E. G. B., tuvimos la oportunidad de reencontrarnos con
nuestros antiguos compañeros a la salida de clase y jugar, como si no hubiera
pasado nada, en el descampado frente al nuevo Siglo XXI, retomando así las
amistades tan traumáticamente interrumpidas. | 6 de los 7 alumnos que dejamos el cole ( curso
83-84) |
¿Qué impulsó a nuestras familias a abandonar tan amado
colegio y a tan querida cooperativa? La primera causa y la más clara es
económica, pero también influyeron razones de índole ideológica.
Desde sus inicios, en la cooperativa se respiraba un
espíritu de ayuda, contagiado desde las comunidades cristianas de base con una
carga comunista y obrera. La COIS se creó con el fin de dar una educación
diferente de la imperante, pero sin dejar a nadie atrás. Por ello, las cuotas
se pagaban de tal manera que cubrían a todos: el gasto total se repartía de
forma que el que no tenía suficiente quedaba cubierto por los demás. El cole
era nuestro, de todos; y se notaba. Cuando acababan las clases en verano los
padres formaban grupos de trabajo y pintaban las paredes, arreglaban muebles,
limpiaban el colegio y reparaban los desperfectos que el tiempo y más de 700
niños habían ido dejando tras de sí.
Muchas familias con ingresos modestos no pudieron asumir la
subida de la cuota. Otras, simplemente, decidieron que sus principios no les
permitían que aquello ocurriera y también optaron por irse. Los alumnos de esa
época cada vez estamos más convencidos de que el cambio de local no solo
significó un cambio de escenario, sino una profunda metamorfosis en la misma
esencia de la COIS, en su propia idiosincrasia, y que eso supuso un punto de
inflexión que modificó profundamente la cooperativa. No hubo vuelta atrás.
En 1982 el PSOE de González había ganado las elecciones, el
país estaba cambiando, la izquierda o una parte de ella se moderó y se
aburguesó, todo lo cual encuentra también su reflejo en el colegio durante
aquellos años. Pasamos de contar entre nosotros con padres represaliados del
franquismo a codearnos con otros que en ese momento formaban parte del Gobierno
de la nación y del municipio, incluido algún ministro, secretario de Estado,
incluso un concejal delegado del distrito. Eso, junto a la entrada de un nuevo
perfil de cooperativista (que un padre fundador en el documental denomina
"pequeñoburgués" o "de clase media acomodada"), pudo
contribuir a un cambio de mentalidad, tanto en la forma y como en el fondo, a
la hora de concebir la cooperativa. Así las cosas, la base ideológica de la
cooperativa se vio afectada en buena medida y, a pesar de las buenas
intenciones de no dejarse atrás a nadie, lo cierto es que las cuotas se
incrementaron, se solicitó un desembolso de pago único (al contado o mediante
un crédito personal) y, con la inercia y la urgencia del momento, el que no
pudo pagar finalmente se quedó atrás.
Varios años después, por avatares de la vida morataleña,
volvimos a coincidir con la generación que nació en el año 80 y, curiosamente,
nos hablaban del colegio como si ese primer Siglo de Artilleros nunca hubiera
existido.
Quinto de E. G. B. fue nuestro último curso en los
barracones donde hoy baila la Hermandad de Nuestra Señora del Rocío. En junio
de 1984 ya estábamos mentalizados de que sería nuestra última fiesta San Cois,
como la llamábamos. Nos despedimos de nuestros compañeros, no sin cierto trauma
y amargura, así como de aquel desvencijado y disperso colegio de Artilleros y
Martala, de ese patio enorme (que era el más grande del mundo) y de los
profesores que hacían de cada asignatura una aventura tan divertida como el
mejor juego, nos despedimos de trepar por encima de la chepa de Neyra.
Estrenamos etapa cursando 6.º de E. G. B. en el colegio
público Francisco de Luis durante el curso 84-85 y viendo desde nuestra aula
cómo avanzaba el mostrenco edificio que nos había exiliado de nuestro querido
colegio. Pasamos de la enseñanza en libertad, creativa y crítica a un sistema
educativo que, aunque público, bebía aún de las fuentes del franquismo. Tanto
era así que, por ejemplo, en ese colegio el acto de ir al baño, que en el Siglo
era un movimiento libre y espontáneo, se convertía en un trámite que requería
permiso previo, lo que a más de uno nos costó una bronca por nuestra costumbre
de ir cuando era necesario. También nos llevamos alguna charla en las ocasiones
en las que el director del colegio entraba en la clase y todos los alumnos se
levantaban con inercia castrense, salvo los niños de la COIS, que permanecíamos
sentados. El recuerdo más COIS son las monsergas del maestro de Religión para
que atendiéramos a su asignatura, mientras nuestra insumisa actitud era leer
libros y cómics para dejar pasar la hora católica, que el curso siguiente se
convirtió en la recién estrenada asignatura de Ética, por mediación de nuestras
combativas y valientes madres. Porque el Siglo nos enseñó a ser críticos pero,
sobre todo, personas libres.
Han pasado muchos años desde entonces, más de 35, pero aún
hoy cuando alguien nos pregunta a qué colegio fuimos, nosotros con orgullo y
emoción decimos: “Yo fui al colegio Siglo XXI, cuando estaba en Artilleros”.
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